11/12/09

Huye de mi, dulce templanza...


A pesar de haber visto amanecer al tiempo que cerraba los ojos un día más, desperté temprano. Creo que mi consciencia había decidido que no merecía descansar porque el día anterior lo había dedicado a interpretar que era yo, es decir, a no hacer nada.
Di un salto de vuelta a la cama cuando mis pies descalzos rozaron el suelo bañado de invierno y por un momento rondó por mi cabeza la idea de pasar otro día más en la cama, pero eso supondría mil preguntas por parte de mi familia; preguntas del tipo: "¿estás bien?¿por qué estás triste?" y un sinfín de cuestiones por las que no tenía intención de pasar esta vez.
Aún con la manta a cuestas bajé la escalera y descubrí la casa en silencio. Me deslicé hasta la cocina y abrí la nevera en busca de algo que tapara el hueco que se dibujaba en mi estómago, pues el hueco en mi pecho lo conozco mucho mejor y sé que no se cierra con un simple desayuno, pero pensaba encargarme de eso después.
La pena me embargó al descubrir que no quedaba leche. Avancé hasta el salón y corrí las cortinas lentamente por miedo a que la claridad del día me cegara, pero no fue así. Una espesa niebla cubría mi jardín y no permitía adivinar que había más allá de mi calle.
Hice el camino de vuelta a mi habitación y saqué del armario las prendas que parecían más abrigadas. Luego me eché a la calle.
Jugué a ser la desconocida en un sitio donde todos me conocen. Me senté en la primera mesa libre del primer bar que encontré y al rebuscar en mis bolsillos me encontré unas monedas con las que pagar el café. Entonces descubrí la razón por la que se quejan tanto los hombres acerca del bolso de una mujer: ¿de dónde había salido tanta basura? Al fin encontré algo con lo que mantener mi mente ocupada y alejada de ese pensamiento que me recordaba lo mucho que odio desayunar sola. Encontré mi viejo "cuaderno de bitácora", mi agenda de recuerdos, como yo solía llamarla.
Hace tiempo, cuando el dolor azotaba mi mente sin control, mi alma, cansada de los golpes, forjó un escudo que me impedía echar la vista atrás. A medida que pasaba el tiempo y el dolor, mi memoria de pez se volvía cada vez más incómoda así que comencé a escribir todo aquello que sentía, decía o vivía con el fin de retenerlo de algún modo dentro de mi.
Me senté de espaldas al resto. Mirando hacia la puerta que servía como puente entre el calor del recinto y la lluvia que había comenzado a bañar la ciudad.
Llegó el café y mi curiosidad por el pasado. Dudé por un segundo mientras deslizaba mis dedos sobre las tapas duras de aquel cuaderno hasta que finalmente mi fuerza de voluntad se desplomó: comencé a leer mis últimos años de vida.
Cuando llegó el segundo café ya había leído unos cuantos meses de mi pasado. Mientras mis ojos recorrían palabra tras palabra las hojas de mi diario, mi mente dibujaba las escenas leídas concediéndome el poder de interpretarlas en el presente.
Casi inconscientemente pedí una tercera taza de café que no tardó en llegar. Agilicé la lectura porque sabía que no iba a marcharme hasta haber terminado, lo cual podía significar otra cafetera más.
Pronto llegué a la última página escrita y de inmediato entendí porque era esa y no otra. Fue hace más de medio año ya. Eché la vista atrás y comprendí que por aquel entonces aún tenía sentido ponerse la mano en el pecho y deleitarse sintiendo los latidos del corazón.
Como no podía ser de otro modo, viniendo de una enamorada del amor, las últimas líneas eran un fragmento de Romeo y Julieta que, por aquel entonces, parecían estar escritas para mi:

"Ven, noche gentil, noche tierna y sombría. Dame a mi Romeo y, cuando yo muera, córtalo en mil estrellas menudas. Lucirá tan hermoso el firmamento que el mundo, enamorado de la noche, dejará de adorar al sol hiriente".

No quería estropear el guión de una vida feliz, pero la cordura no forma parte de mis virtudes, así que saqué un bolígrafo del bolso y en la siguiente página puse el día de hoy y continué con el ensayo:

"¡Oh noche, deliciosa noche! Sólo temo que, por ser de noche, no pase todo esto de un delicioso sueño"

La paz de los idiotas



Y terminaré creyendo que soy un bicho raro; alguien que viene cuando todos van y que va cuando todos vuelven.
Mi mundo siempre está del revés, y puede que sea culpa mía, y puede que me hayan enseñado mal, pero la tristeza debería hacerme desdichada y la alegría hacerme feliz. Razones hay muchas y preguntas aún más.
Tengo la cabeza llena de interrogantes y algo que me quita las ganas de recordarme que es obligatorio respirar:

¿A qué viene esta absurda paz?

Me angustia, me descontrola, me irrita no poder controlarme. Me apena no deprimirme cuando tengo razones para darme de cabeza contra el fondo de mi abismo; y me apena no saber aprovechar los momentos alegres como para poder decir al menos que no soy infeliz.
Soy plana, soy nula, soy todo, soy nada. Soy una isla en medio del océano. Soy neutral conmigo misma.

Soy cada una de las gotitas que colman mi propio vaso.

4/12/09

Prisma de inocencia


Esta mañana desperté con la sensación que dejan esas noches en las que llegamos tan cansados a casa que apenas nos quedan fuerzas más que para descalzarnos y entrar en coma profundo. Con la sensación de haber recibido una cura de sueño.
Aún bostezaba cuando llegué a la parada del tranvía. Sólo me faltó hacer una pataleta mental, como una niña chica, cuando ya dentro, me conciencié de que me quedaban siete horas de trabajo por delante.
Me vi obligada a esconder la cabeza entre los hombros para que nadie pudiera ver el rubor que ascendía por mi rostro tras comprobar que no quedaba ni un sólo pasajero que no me estuviera mirando y no era de extrañar, pues me estaba riendo a carcajadas yo sola al recordar una idea que vagaba por mi mente y que solía repetir mi abuelo: "Los domingos sólo trabajamos los pobres".
Me recosté en el asiento como pude y conecté el Ipod. Iba sonando Habana Blues y por un momento me dejé llevar lejos, muy lejos...quizá hasta el corazón de la propia Cuba.
Cuando conseguí alejarme de ese estado de somnolencia y abrir los ojos, me sentí observada por un enorme par de ojos negros como el azabache. No debía tener más de cinco años. Era pequeña y menuda. El pelo le caía a ambos lados y se sujetaba tras las orejas con unas horquillas verdes que contrastaban con el ópalo de su pelo.
Continuó mirándome durante un par de minutos más hasta que se sintió igual de observada por mis ojos como yo por los suyos.
Entonces apartó la mirada y fijó un nuevo objetivo: un señor que estaba sentado unos cuantos asientos por detrás del mío. Parecía ausente y dudo mucho que realmente estuviera leyendo el periódico. Como cualquier otro, cada pasajero estaba sumido en esa especie de espiral que lleva a comportarnos como autistas cuando nos encontramos con más personas en un espacio cerrado, como lo es un medio de transporte público.
Sin embargo, pasó poco tiempo hasta que el hombre se percató de la existencia de nuestra peculiar espía y le sacó la lengua a modo de gesto divertido. Por un momento creí que ella respondería del mismo modo, pero en lugar de eso, posó sus ojos en el paisaje variante que se dibujaba tras el cristal y que apenas podía entenderse debido a la velocidad.
Entonces me descubrí repleta de una envidia sana a la par que dolorosa, pues esos ojos estaban descubriendo un mundo completamente nuevo. Me pregunté cómo se vería el mismo mundo desde otros ojos y tratando de lograr algo absurdo posé mi vista en lo mismo que miraban aquellos otros:
Árbol, árbol, persona, árbol, persona, tienda, carretera, persona, árbol, mi parada... No podía ser tan simple. Quizás me esté haciendo vieja.