
Y estaba dándole vueltas a mi taza de café y absorta entrelazando los dedos en mi pelo cuando retornó alguien especial a mi memoria. El día en el que la conocí estaba exactamente igual: sentada frente al ordenador simulando que trabajaba, y contando los minutos que restaban para huir de allí.
No era mi mejor día, ni mi mejor semana, ni mi mejor mes, ni mucho menos el mejor de mis años. Lo había perdido todo y la muerte de mi padre estaba aún tan reciente que a cada rato el dolor golpeaba en mi mente hasta el punto de no retorno en el que lo único que se puede hacer es esforzarse al máximo por contener el llanto.
Aquella oficina era como un nubarrón negro que amenazaba con descargar sobre mi cabeza hasta que llegó ella. Era como una ninfa, brillante entre tantos males. No la conocía, pero su rostro reflejaba esa sensación que provoca el reencontrarte con alguien a quien quieres y hace tiempo no ves.
Al resto le resultaba graciosa, como un juguete nuevo con el que pasar el rato. A mi, en cambio, me resultaba dulce. Alguien a quien deseaba proteger. Me fascinaba a la vez que me aterraba la rapidez con la que entramos en confianza a pesar de mi estado de ánimo.
Me apena no poder abrirme a ella como quisiera. Demostrarle que hoy es un punto sobre el que apoyarme. Dejarle ver que yo también quiero ser un pilar sobre el que asentar su ser.
Me alegra saber que en algún rinconcito de mi ser sigue existiendo esa persona a la que otros también ven como alguien pasado con quien se quieren reencontrar.
Me hace feliz el simple hecho de haberla conocido. Me hace feliz volver a valorar la amistad de alguien.
Quizá te estaba esperando. Quizá te necesitaba para volver a ser yo.